La medición de la innovación global ha experimentado un giro trascendental en los últimos años. Durante décadas, los rankings internacionales —como el Global Innovation Index (GII) de la OMPI— se basaban en indicadores clásicos: gasto en I+D, número de investigadores, publicaciones científicas y solicitudes de patentes. Estos criterios reflejaban una visión lineal de la innovación, donde más insumos de conocimiento se traducían en más resultados tecnológicos. Sin embargo, el GII 2025 ha introducido un cambio disruptivo al incorporar, por primera vez, la actividad de capital riesgo como variable central en la clasificación de polos de innovación. Esta decisión metodológica reconoce que la capacidad de transformar conocimiento en empresas de alto impacto es tan relevante como la producción científica en sí misma.
El capital riesgo (venture capital) actúa como un termómetro adelantado: indica qué ecosistemas logran escalar soluciones, atraer inversores y consolidarse en mercados globales. No obstante, esta dinámica no puede comprenderse sin considerar el papel de la propiedad intelectual (PI). Los inversionistas rara vez financian ideas sin protección legal; requieren activos intangibles sólidos —patentes en biotecnología, derechos de autor en software, marcas globales en consumo— que sirvan de colateral jurídico para la inversión. En este sentido, la PI es el puente entre la investigación y la creación de valor económico, y su ausencia constituye una barrera estructural para atraer capital riesgo.
La relevancia de este cambio se acentúa en un contexto global marcado por tensiones geopolíticas y volatilidad financiera. La rivalidad entre Estados Unidos y China en inteligencia artificial y semiconductores, las políticas industriales de la Unión Europea para reducir dependencia tecnológica y la contracción del VC en 2022-2023 (con caídas cercanas al 40% según Crunchbase) han convertido a la inversión de riesgo en un recurso estratégico y escaso. Para los polos de innovación, captar VC implica demostrar no solo talento y dinamismo emprendedor, sino también seguridad jurídica en la explotación de activos de PI.
Este artículo propone un análisis estructurado en cinco bloques: la evolución de los rankings de innovación; casos emblemáticos de polos que ascendieron o descendieron; los actores clave y el rol transversal de la PI; los desafíos regulatorios y geoeconómicos que plantea esta nueva métrica; y las perspectivas futuras, más allá de las patentes, hacia un ecosistema donde PI, VC y políticas públicas convergen. La conclusión sintetiza hallazgos y plantea acciones estratégicas para consolidar polos de innovación competitivos y sostenibles.
Tradicionalmente, la innovación se medía a través de indicadores de insumo (inversión en I+D, número de investigadores) y de output tecnológico (patentes, publicaciones). Estos criterios privilegiaban la capacidad de producción científica de las economías avanzadas. Polos como Tokio–Yokohama, Boston–Cambridge o Silicon Valley dominaron durante décadas gracias a su fortaleza en patentes y universidades de excelencia.
No obstante, este enfoque dejaba de lado un elemento crítico: la comercialización del conocimiento. Podía ocurrir que un país produjera abundantes publicaciones científicas pero careciera de empresas que transformaran ese conocimiento en productos de mercado. El venture capital corrige esta limitación, ya que mide cuántas startups logran financiamiento y, por ende, cuántas ideas se convierten en negocios escalables. La OMPI justifica este cambio señalando que “el número de acuerdos de capital riesgo refleja la capacidad de un ecosistema para convertir invenciones en productos y servicios comercializables”.
Aquí entra en juego la propiedad intelectual. La comercialización no sería posible sin un marco robusto de PI que asegure derechos exclusivos a quienes arriesgan capital. Las patentes garantizan la explotación de tecnologías de frontera, las marcas consolidan la reputación de startups en mercados saturados y los derechos de autor protegen desarrollos digitales. Sin PI, el venture capital pierde su incentivo, pues cualquier innovación podría ser replicada sin control.
El paso de rankings basados únicamente en insumos a rankings que incluyen VC refleja un cambio de paradigma: del énfasis en la producción científica a la economía del intangible protegido, donde los activos de PI y el capital riesgo son dos caras de la misma moneda.
La incorporación del capital riesgo en el GII 2025 ha producido movimientos significativos en el ranking de los 100 principales polos. Algunos ejemplos ilustran cómo la nueva métrica reconfigura el mapa global:
Estos casos muestran que el liderazgo en innovación ya no depende solo de producir conocimiento, sino de capitalizarlo mediante PI y financiamiento privado.
La nueva geografía de la innovación se sostiene en un ecosistema donde interactúan varios actores:
En este entramado, la propiedad intelectual es un actor invisible pero decisivo: garantiza exclusividad, protege la rentabilidad de los inversores y articula el ciclo ciencia–mercado. Sin PI, el capital riesgo se retrae; con PI robusta, el VC se expande y acelera la consolidación de polos de innovación.
La inclusión del capital riesgo como métrica plantea varios desafíos:
Primero, la volatilidad del VC. Tras el auge de 2021, la inversión global cayó casi un 40% en 2023 (según CB Insights). Esta ciclicidad puede distorsionar rankings, premiando a polos que dependen de flujos financieros temporales. Un marco sólido de PI ayuda a mitigar esta volatilidad, pues otorga valor estructural a las startups más allá del ciclo económico.
Segundo, la desigualdad geográfica. Los 100 principales polos concentran el 70% de las patentes y del VC global. Sin marcos de PI efectivos, los países emergentes corren el riesgo de ser meros proveedores de talento o ciencia básica, cuyos frutos se capitalizan en hubs extranjeros.
Tercero, los conflictos regulatorios. En sectores como inteligencia artificial, biotecnología o energía verde, el capital riesgo se enfrenta a vacíos legales sobre protección de datos, ética y uso de algoritmos. La PI aún está adaptándose a estos nuevos campos, y su capacidad de protección determinará dónde fluye la inversión.
Finalmente, el riesgo de concentración excesiva. Ecosistemas como Shenzhen o Silicon Valley concentran tanto VC como PI que podrían monopolizar estándares globales. Para contrarrestarlo, organismos como la OCDE y la OMPI sugieren políticas que fomenten la distribución más equitativa del financiamiento y la protección de activos intangibles en regiones emergentes.
El futuro de la medición de la innovación apunta hacia un enfoque más integral. El capital riesgo ya no podrá analizarse de forma aislada: deberá entenderse en sinergia con otros indicadores de la economía intangible.
En este escenario, la propiedad intelectual adquirirá un papel aún más estratégico. No solo como colateral de inversión, sino como activo transable en sí mismo: portafolios de patentes usados como garantía de crédito, licencias de software como instrumentos financieros y marcas globales como activos negociables en mercados bursátiles. La OCDE ya discute modelos de financiamiento basados en PI (“IP-based financing”), que podrían consolidarse en la próxima década.
Además, la innovación tenderá a expandirse hacia sectores donde la PI es más compleja: inteligencia artificial, big data, biotecnología avanzada, energías limpias. Aquí, los marcos regulatorios deberán evolucionar para asegurar que el VC fluya hacia proyectos de impacto global sin perder seguridad jurídica.
En síntesis, la próxima generación de rankings de innovación podría integrar indicadores híbridos: VC + PI + sostenibilidad, evaluando no solo cuántas startups surgen, sino también cuánto valor intangible y ambiental generan.
La introducción del capital riesgo como métrica en los rankings globales de innovación marca un cambio de paradigma. Ya no basta con producir conocimiento; es indispensable transformarlo en valor económico a través de startups financiadas y protegidas.
Los hallazgos muestran que los polos que escalaron posiciones —Shenzhen, Londres, Bangalore— no solo atrajeron VC, sino que también fortalecieron sus sistemas de propiedad intelectual, convirtiendo invenciones en activos monetizables. En contraste, polos con abundante ciencia pero sin dinamismo emprendedor ni PI ágil han perdido terreno.
La principal lección es clara: capital riesgo y propiedad intelectual son fuerzas complementarias. El primero provee financiamiento y escalabilidad; la segunda garantiza seguridad jurídica y exclusividad. Sin PI, el VC es frágil; sin VC, la PI es un activo inmovilizado. Juntos, constituyen la base de la competitividad global en la economía digital.
De cara al futuro, los gobiernos deberán diseñar políticas integradas que combinen inversión en I+D, sistemas de PI robustos y atracción de capital riesgo. Las universidades deberán profesionalizar sus oficinas de transferencia tecnológica, y los inversores deberán reconocer el valor de los activos intangibles como criterio clave de decisión. Solo así se consolidará una innovación que no sea efímera ni concentrada, sino sostenible, inclusiva y globalmente competitiva.