Nunca antes en la historia había existido la posibilidad de disfrutar de tanta música, de tantas formas distintas y a través de tantos medios diferentes. El simple hecho de tener conectado un smartphone a Internet permite acceder a un catálogo casi infinito. El sueño de cualquier melómano del siglo pasado hecho realidad. Quienes crecieron en los años ochenta o noventa (ni mencionar los que lo hicieron con anterioridad) se recordarán a sí mismos grabando canciones de estreno en la radio -pertinentemente interrumpidas con un indicativo que dejara bien claro de dónde procedían-, y compartiéndolas después copiando casetes o duplicando Cds. Excepto por algún atisbo de nostalgia, que tiene más que ver con la melancolía que produce cumplir años que con la verdadera comodidad, deberíamos coincidir en que estamos viviendo la mejor época para escuchar, compartir y difundir música. Y, sin embargo, la parte más débil de la industria, la que menos beneficios recibe (salvo contadas excepciones) son precisamente los creadores, aquellos que convierten un puñado de notas o unas cuantas palabras en una obra capaz de emocionar. El tema de los derechos de autor y cómo estos son protegidos en el mundo digital, lejos de resolverse con la llegada de las grandes plataformas de distribución de música a través de streaming, se ha agravado. Aunque en teoría este tipo de negocio digital podría beneficiar a los autores, estos continúan reivindicando que los ingresos que obtienen siguen siendo mínimos frente a las grandes editoras y distribuidoras. La dispersión de las reproducciones y la dificultad para identificar a los músicos o los compositores que participan en cada una de ellas, provoca que muchos profesionales no se vean remunerados por su trabajo.
El problema para Panos Panay, uno de los grandes expertos en música e Internet del mundo y vicepresidente de Innovación y Estrategia de la Escuela de Música de Berklee, es que “la mayoría de la infraestructura de la industria de la música procede, no del siglo pasado, sino del anterior. Muchas de las construcciones que utilizamos, como los conceptos de derecho de reproducción o derecho de ejecución, proceden de la llegada de un invento de finales del 1800 llamado pianola, cuando por primera vez pudimos disfrutar de la música sin la presencia de un intérprete. Estamos trasladando una necesidad del siglo XXI a una infraestructura del siglo XIX”. La solución propuesta por Panay, junto con un número importante de compañías, instituciones educativas y creadores, ha sido reunirse en una plataforma denominada Open Music Initiative. Los miembros de la OMI (casi 200 organizaciones) han creado una app que las empresas pueden incorporar voluntariamente en sus sistemas para ayudar a identificar los nombres de músicos y compositores, además de cuántas veces y dónde se reproducen estas pistas. La información se almacena en una base de datos descentralizada utilizando la tecnología blockchain, lo que significa que nadie posee la información, pero todos pueden acceder a ella.
Panay cree que este tipo de aplicaciones, en las que se comparte la información pero nadie la posee, pueden resultar muy interesantes no solo en el mundo de la música, sino en muchas otras actividades de la nueva economía: “en lugar de tener tantos intermediarios, lo que significa muchas fricciones, mucha gente tratando de llevarse una parte de una pequeña transacción, y muchas posibilidades de que algo vaya mal, los contratos inteligentes consiguen es se diga: si se cumplen estas condiciones, estos son los beneficiarios”.
Fuente: El País (Por Zuberoa Marcos | Maruxa Ruiz del Árbol |
Enlace a la noticia original (publicada el 07-11-2017, consultada el 09-11-2017)
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